LOS SIETE FACTORES DE LA FASCINACIÓN

La palabra «fascinación» viene del latín fascinare, «fascinar, encantar, hechizar», y las culturas antiguas estaban fascinadas con la fascinación. Los romanos creían que se trataba de una maldición y, para protegerse, adoraban a una de las divinidades latinas más antiguas: Fascinus, el dios de la fascinación.

En Mesopotamia, los persas creían que la fascinación podía causar enfermedades mortales. En Constantinopla, los ciudadanos pintaban pasajes del Corán en las paredes de sus casas para proteger a sus familias del «mal de ojo» de la fascinación.

Hacia el año 280 A.C., Teócrito, primer poeta pastoral griego, parece haber encontrado una salvaguardia: la saliva de una mujer vieja. Durante el Renacimiento, las estanterías europeas se llenaron de pesados libros sobre el tema.

De Fascino definía la fascinación como «una alianza abierta con Satanás […] brujería de los ojos o las palabras […] para forzar a los hombres de tal modo que pierdan su libertad y su sano entendimiento».

Cien años más tarde, el Tractatus de fascinatione advertía en contra de la costumbre de quedarse hasta tarde en la cama con gorros de dormir (sí, gorros de dormir) o de romper un ayuno religioso con arvejas verdes (sí, arvejas verdes).

¿Cómo prevenir y curar? En muchos casos, el remedio es casi peor que la enfermedad: la piel de la frente de una hiena, polvo por el que ha pasado una muía y un caldo cocido con las cenizas de una soga con la que se ha ahorcado a alguien. Objetos que no solemos encontrar precisamente en la tienda de la esquina. En ausencia de la piel de la frente de una hiena, parece que también servía lamer la piel de la frente de un niño.

Si todo esto le suena a charlatanería, recurramos entonces a un doctor que probablemente le resulte conocido: Sigmund Freud. En 1921, Freud definió la relación entre el terapeuta y el paciente como «fascinación», una forma de hipnosis. Y llegó a describir el amor romántico como un estado en el que el individuo está tan sumisamente absorto en el objeto de su fascinación que queda hipnotizado y pierde sus facultades críticas, «en la esclavitud del amor».

Al parecer, Freud no fue el único en comparar la fascinación con la hipnosis. La edición de 1911 de la Encyclopedia Britannica describe la fascinación como una «condición hipnótica, caracterizada por la contracción muscular, pero con conciencia y poder de recordación».

Incluso el diccionario moderno suena un poco siniestro al comparar la fascinación con la brujería: «embrujar o encantar […] ejercer una influencia poderosa o irresistible sobre los afectos o las pasiones; influencia invisible e inexplicable».

No obstante, como veremos, la capacidad de fascinar no equivale a brujería o hipnosis. Y no proviene de utilizar gorros de dormir o comer arvejas verdes. La fascinación es una herramienta.

No es algo a lo que debamos temer, sino, por el contrario, una disciplina que conviene dominar. La fascinación proviene de nuestro instinto natural de influir en la conducta de los otros, y la clave está en una activación eficaz de los siete desencadenantes:

El DESEO-LUJURIA crea el anhelo de placeres sensuales.

El HALO MÍSTICO atrae con preguntas sin contestar.

La ALARMA amenaza con consecuencias negativas.

El PRESTIGIO produce respeto mediante los símbolos del éxito.

El PODER ordena y controla.

El VICIO tienta con el «fruto prohibido», que nos hace rebelarnos contra las normas.

La CONFIANZA: somos fieles a las opciones confiables.

Seamos conscientes o no de ello, pretendámoslo o no, ya estamos usando los siete desencadenantes. La pregunta es: ¿Estamos usando los desencadenantes adecuados, del modo adecuado, para obtener los resultados deseados?

Al dominar los siete desencadenantes, las ideas se hacen más memorables, las conversaciones más convincentes y las relaciones más duraderas.

Fuente: ‘ El Arte de Cautivar ‘, Guy Kawasaki

(Autor/Recopilador: Abel Cortese – eledicto.com)