¿Qué función de contrapeso ejerce el pesimismo para servir a la especie humana, tanto en nuestras relaciones, como en nuestros proyectos, nuestra carrera y nuestra organización?
Es posible que los beneficios del pesimismo hayan crecido durante nuestra reciente historia evolutiva. Somos animales del Pleistoceno, la era glacial. Nuestro andamiaje emocional se ha ido elaborando a través de cien mil años de catástrofe climática: oleadas de frío seguidas por oleadas de calor, sequías e inundaciones; épocas de abundancia y otras de hambruna, asistir a días soleados y cálidos sólo como preludio de crudísimos inviernos que inmovilizaban. Hemos heredado el cerebro que elaboraron aquellos antepasados y, por lo tanto, su capacidad para observar más las nubes que las auroras.
Algunas veces, y en determinados huecos de la vida moderna, este pesimismo tan profundamente asentado suele aflorar y actúa. Pensemos en una gran empresa de mucho éxito. Cuenta con un juego muy variado de personalidades que cumplen con diversos roles. Primero, está el optimista. Los investigadores y los encargados del desarrollo, los planificadores, los que se encargan de comercializar, y todos ellos necesitan ser visionarios. Tienen que soñar cosas que aún no existen, explorar límites que están más allá de lo nunca alcanzado hasta ahora por la compañía. Si no lo hacen ellos, otro rival lo hará, y será alguien de la competencia. Pero imaginemos que esa empresa sólo estuviera integrada por optimistas, todos con la mente fija en las atrayentes posibilidades que se presentan. Todo aquello terminaría en desastre.
La empresa (o cualquier tipo de organización social) también tiene necesidad de pesimistas, de personas que tengan un ajustado conocimiento de las realidades del momento. De personas convencidas de que la triste realidad está constantemente arrasando con los sueños optimistas. El tesorero, el jefe de contaduría, el vicepresidente financiero, el administrador, los ingenieros de seguridad… todos ellos tienen necesidad de contar con un exacto sentido de cuánto puede permitirse la empresa, y de los peligros implícitos. Ellos ejercen un papel cauto, la bandera que ellos enarbolan es la amarilla de la advertencia.
Podríamos apresurarnos un tanto y decir que ésos no son los pesimistas plenos de alto octanaje, cuyo estilo explicativo está constantemente socavando sus realizaciones y su salud. Algunos de entre ellos pueden ser depresivos, pero otros no, tal vez la mayoría, bien pueden ser activos y bienhumorados a pesar de toda la sombría cautela que acumulan en sus mesas de trabajo. Los hay que son solamente prudentes y medidos, cuyo pesimismo se ha ido alimentando a lo largo de los años al servicio de su profesión.
Estos pesimistas suaves –los llamaremos pesimistas profesionales- al parecer saben servirse bien de su precisión pesimista (es su caballito de batalla) sin soportar durísimas cargas por lo que puede costarles el pesimismo; los golpes depresivos, la falta de iniciativa, la mala salud y el no poder llegar a los cargos más altos.
De modo que las organizaciones de éxito cuenta con sus optimistas, soñadores, vendedores y creativos. Sin embargo, la empresa es una forma de la vida moderna y necesita también de sus pesimistas, de los realistas cuyo trabajo consiste en aconsejar cautela. Es importante subrayar el hecho de que al frente de una empresa que quiera ser próspera tiene que encontrarse un alto ejecutivo lo suficientemente atinado y flexible como para equilibrar la visión optimista de los planificadores contra los anuncios de calamidades de los cautos.
EL BALANCE: OPTIMISMO VS. PESIMISMO
Tal vez una vida exitosa, al igual que una empresa que aspire al éxito, necesita contar con mucho optimismo y, por lo menos ocasionalmente, con pesimismo; y en ambos casos por las mismas razones. Es posible que una vida exitosa tenga necesidad también de un alto ejecutivo en jefe que mande con FLEXIBLE OPTIMISMO.
Acabamos de presentar el caso a favor del pesimismo. Refuerza nuestro sentido de la realidad y nos provee de exactitud y precisión, en particular si vivimos en un mundo colmado de desastres tan inesperados como frecuentes. Ahora revisemos el caso en contra del pesimismo (o sea, el otro lado del caso en factor) de manera tal que podamos comparar costos y beneficios, como en un balance.
- El pesimismo promueve la depresión.
- El pesimismo induce más a la inercia que a la actividad cuando surgen los contrastes, dificultades y contratiempos.
- Subjetivamente, el pesimismo nos hace sentir mal: tristeza, pérdida de voluntad, preocupación, ansiedad.
- El pesimismo se autoabastece. Los pesimistas no insisten cuando se enfrentan con los desafíos y, por lo tanto, fallan con más frecuencia… incluso cuando el éxito es alcanzable.
- El pesimismo se asocia con poca salud física.
- Los pesimistas pierden cuando procuran ascender.
- Los pesimistas se sienten peor incluso cuando tienen razón, y las cosas se vuelven en su contra. En tal caso su estilo explicativo convierte en desastre el contraste pronosticado y luego hacen del desastre una catástrofe.
Lo mejor que se puede decir de un pesimista es que sus temores eran fundados. El balance parece inclinarse decididamente del lado del optimismo, pero hay momentos y lugares en los que tenemos necesidad de nuestro pesimismo.
Durante algunos ataques diarios de pesimismo podemos advertir su papel constructivo en nuestras vidas. El pesimismo, en esas formas suaves, cumple con la misión de frenarnos un poco para que no corramos el riesgo de exagerar con nuestro optimismo, nos obliga a que lo pensemos dos veces, que no hagamos gestos apresurados ni tomemos decisiones tontas, que no seamos temerarios. En los momentos optimistas de nuestra vida se encierran los grandes proyectos, los sueños y las esperanzas. La realidad se distorsiona para hacerla más risueña a fin de que allí puedan florecer nuestros sueños. Sin esos diversos tiempos nunca superaríamos la menor dificultad y todo nos intimidaría, ni siquiera intentaríamos hace algo que se nos presentara como poco posible. Así el Everest seguiría sin escalar, nadie podría haber corrido la milla en menos de cuatro minutos; el avión de retropropulsión y la computadora seguirían siendo hermosos proyectos esperando en el cajón de algún banquero.
El genio de la evolución se hospeda en la tensión dinámica entre optimismo y pesimismo, constantemente corrigiéndose uno a otro. Mientras ascendemos y descendemos en ese ciclo de todos los días, esa tensión nos permite a un tiempo aventurarnos y atrincherarnos –sin peligro, porque, en tanto nos dirigimos hacia uno de los extremos, la misma tensión nos está conteniendo. En cierto modo, es la fluctuación perpetua que ha permitido al ser humano realizar todo lo que ha realizado ha realizado hasta hoy.